
Una columna de opinión, de ésas que a veces se me da por escribir. Un repaso por lo que fueron los tiempos de ‘nuestros Borgoña’ y el vino casero, hasta estos días en los que los globos de cemento son el fetiche obligado de una bodega cool. De ayer a hoy, en pocas letras.
Difícil, casi imposible. Sintetizar tantísimos años de historia vitivinícola argentina en apenas algunas líneas es un desafío irreal. La vid está enraizada en estos suelos hace más de cuatrocientos años, y tras cada conquista, tras cada tropiezo, su industria aprendió del cambio, para terminar convirtiéndose en uno de los íconos del vino en Sudamérica, pero no solo aquí dentro, sino también de cara al mundo.
Lo que fue una explotación sustentada por el consumo interno y que no hacía más que concentrarse en su propio ombligo, terminó abriéndose a mentes importadas que organizaron una rebelión. Llegaron los varietales en reemplazo de aquel “Borgoña” de estilo argentino que, usualmente, resultaba de una combinación de Malbec, Bonarda, Syrah, Cabernet y compañía. Las piletas de cemento se taparon de acero inoxidable, y los gigantescos toneles de roble que permitían largas crianzas oxidativas se achicaron hasta reemplazarse casi en su totalidad por las bordelesas de 225 litros.
Algunas bodegas sobrevivieron, muchas quedaron en el camino. Las familiares pasaron a manos multinacionales, propietarias de marcas de lujo en más de un continente. Edificios ultra modernos se erigieron entre jarillas y calcáreo, rompiendo la monotonía del desierto cuyano. Y los techos de adobe terminaron transformándose en un recuerdo de lo que alguna vez fue.
Y el estilo, claro. El estilo de los vinos argentinos, alborotado hasta el extremo.
Probablemente aquí la exportación jugó un rol tan determinante como en casi ningún otro país productor de vinos del mundo. Luego de años de consumos internos récord que nos proponía, por lejos, como uno de los principales bebedores de vino del mundo, las tendencias supusieron una reversión de las cosas.
Y también el mundo sintió nuestra presencia. Incluso en tiempos difíciles para Australia o Estados Unidos, Argentina parecía estar dentro de la isla de la fantasía, aislada de los problemas climáticos, los excedentes y las trabas impositivas que aquejaban a más de una potencia.
De la mano de este boom, muchos inversores extranjeros posaron sus ojos sobre tierras argentinas. Y todo tomó otro color. Las referencias se quintuplicaron, y ya era imposible retener los nombres de esas bodegas que cierta vez habían conquistado nuestro paladar. Las góndolas rebalsaban de nuevas etiquetas, cada vez más coloridas, más atrevidas. Con nombres que nos costó identificar e incluso confundían a más de uno. ¿Acaso Shiraz era una región, una uva, un productor? ¿Tendrá algo que ver con Syrah? Y, en ese caso, ¿qué demonios era Syrah?
De a poco el consumidor intentó responder esas preguntas, buscando fuentes. Los clubes de vino primero, las revistas especializadas después. Los espacios en radio y televisión fueron catalizadores. Y se supo más. No mucho, pero más. Se fue aprendiendo a identificar el aroma a anís en un Cabernet Sauvignon de Chacras de Coria, todo en respuesta a una búsqueda de nuevas propuestas, nuevas zonas, nuevos varietales.
Y ahora que el ciclo vuelve, y los globos de cemento son el fetiche de cualquier bodega que se jacte de estar en la pomada. Intervenir poco, ponderar la levadura agarrada a las pieles y ya no tanto al sobrecito de laboratorio. ¿Pero cuánto quedó de los inicios? ¿Cuánto recuerda la industria al vino patero? Algo hay… pero las cosas cambiaron, sí que lo hicieron.
fuente: www.marianobraga.com
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